Sin ánimo de resultar aburrido, investiguemos brevemente de dónde surge la idea de obsolescencia programada. Como cualquier fenómeno que se precie suele tener un pasado que se remonta años atrás, en este caso en el período entre 1920 y 1930. Y todo por una bombilla, una que había sido diseñada para durar mucho, en concreto 2.500 horas. Fue ideada en 1924, y ante ese hecho se planteó una pregunta: cuando los consumidores tuviesen bombillas de larga duración, ¿qué comprarían? Un artículo en una influyente revista sentenciaba que algo que no se estropeara era una verdadera tragedia para los negocios.
Un lobby llamado Phoebus presionó para que la vida de las bombillas fuera más corta, y así poder vender más unidades. De hecho, en los años cuarenta se limitó su vida útil a 1.000 horas, y aunque esta práctica se revocó en una sentencia judicial en 1953, lo cierto es que de nada sirvió porque desde entonces se ha venido sucediendo sin remedio. Ése es el punto de inicio de la obsolescencia programada: un lobby que presiona para que la vida de los productos sea deliberadamente más breve, y así poder vender de forma continuada. Se controla la concepción, el diseño y la producción para un fin: menos vida para el producto, lo que incentiva el consumo.

¡Una novedad! ¡¡Viva!!
La obsolescencia programada surgía en una época en la que se pensaba que los recursos naturales eran ilimitados, y que el planeta podía seguir absorbiendo el constante impacto en la fabricación y en el descarte posterior de los productos inservibles de forma indefinida. Con el tiempo, ha quedado claro que sólo tenemos un planeta, que los niveles de producción de las fábricas son insostenibles, y que la generación de residuos es, a día de hoy, un problema de dimensiones mayúsculas.
Inventar, incentivar y mantener la obsolescencia programada se convirtió, desde los años treinta, en algo habitual. Porque ya no sólo se trataba de controlar los procesos de fabricación para reducir la vida útil de los productos, sino de seducir a los consumidores para que los compraran incluso si no les hacían falta. ¿Y de qué forma podían hacer esto? Pues con grandes campañas de marketing, intentando convencer al usuario final de que compraran un nuevo producto antes de que el que ya tenían fuera realmente inservible. Es otro tipo de obsolescencia programada, pero que va dirigida directamente al consumidor.
Donde más se nota este fenómeno es, como ya hemos adelantado, en el sector tecnológico. No en pocas ocasiones nos hemos encontrado con opiniones directas de los servicios técnicos que nos recomendaban comprar una impresora, un reproductor MP3 o un DVD nuevo en lugar de reparar el que enviábamos al SAT bajo la premisa “sale más a cuenta uno nuevo que liarse en reparaciones”. Esto se ha acentuado con el paso de los años, y actualmente se considera un hecho de lo más habitual. ¿Para qué liarse en arreglar nada si, por mucho menos, tenemos un aparato nuevo, de última hornada, y probablemente mejor que el que mandamos reparar? Ante eso, el consumidor pocos argumentos puede tener en contra.
Estuve trabajando en un servicio técnico durante un tiempo, y realmente la solución más fácil era el cambio del producto estropeado por uno nuevo. Al final, el SAT quedaba como un lugar para tramitar los RMA, y sólo se reparaban las cosas más evidentes, ya que en pocas ocasiones se disponía del instrumental y el material adecuado para reparar el estropicio en cuestión. Es algo de lo más natural, y ya no paramos a pensar en que el producto que se descarta muy probablemente se tire a la basura. Sólo cabe cruzar los dedos para que se recicle correctamente.